La difícil tarea de vivir con los hombros encogidos… pero no mucho

Cuando aprendí a conducir, aquí en Madrid, una de las mayores pruebas de fuego eran las incorporaciones a la autopista de circunvalación, la M-30. Nunca manifesté mi miedo al dirigirme hacia ellas pero también es cierto que las primeras veces, aún con profesor a mi lado y doble pedal, el susto me hacía mover un poquito el pie derecho hacia el freno y encoger los hombros temiendo lo peor.

Con unas cuantas clases de más y un examen práctico digamos de prueba (catastrófica) y otro definitivo, conseguí el carnet de conducir pero, aún mucho tiempo después, aunque mantuviera el pie firme en el acelerador, entraba en la M-30 encogiendo un poquito los hombros por si acaso, esperando un golpe que, por fortuna y quizá por mayor pericia de la que yo confiaba tener, nunca llegó.

Hasta que no dejé de encoger los hombros no me fijé en lo que rodeaba al carril que me podría conducir al estropicio y podría jurar que ni siquiera me di cuenta de que al otro lado de uno de esos carriles se veía, bien grandecito, el Palacio de la Moncloa. Porque cuando uno encoge los hombros por si viene un golpe, solo se concentra en eso, en esperar el golpe, y nada más existe alrededor.

Desde hace un año nos toca vivir a todos con los hombros encogidos. Y no porque puedan pasarnos cosas, sino porque no dejan de pasarnos. Nos pasó el encierro. Nos pasa que mueren cientos de personas cada día, día tras día. Nos pasa que no podemos besar o abrazar a los nuestros, nos pasa que a veces no podemos siquiera acercarnos a ellos. Nos pasó el temporal, la nieve, el hielo y, otra vez, el encierro. Nos pasa que no podemos celebrar los cumpleaños, ni las bodas, ni las graduaciones, ni compartir el dolor en los funerales. Nos pasa que no viajamos, que pasamos las vacaciones en casa, sin apenas pisar la calle. Nos pasan los cierres de comercios, las quiebras en los negocios, las colas en los comedores sociales… Nos pasan las UCI colapsadas, los sanitarios exhaustos, nos pasan las vacunas que no llegan. Nos pasan. A todos nos pasan. Más o menos de cerca, pero no dejan de pasarnos.

Y, con tantas cosas que nos pasan ¿cómo no encoger los hombros?

Pero no se puede vivir eternamente encogido, así que luchas por desencogerte y seguir viviendo, y riendo, pensando, imaginando, entreteniéndote y disfrutando.

A veces llegas casi a olvidarte de que la cifra diaria de contagiados, ingresados y fallecidos esconde muchos nombres y apellidos, muchas vidas atravesadas. Y, cuando te das cuenta,  no te parece bien desencogerte del todo, porque todo eso debe asustarte si no quieres caer en la insensibilidad. Así que te dejas encoger un poquito, por ellos, por todos, por todas estas cosas que nos pasan desde hace tanto.

Y sigues batallando en la búsqueda del equilibrio entre el susto, el miedo y la preocupación continua, por un lado, y la despreocupación, la templanza o la frialdad, por otro. Intentando sentir, pero no del todo. Intentando templar, pero no hasta la insensibilidad. Intentando, al fin, encoger los hombros solo lo justo, nada más. Difícil tarea.

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